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Apenas superada la crisis financiera asiática, la economía mundial se enfrenta a otro gran estallido, todavía más importante para la salud del sistema económico internacional. En esta ocasión, la causa no es el pánico de los banqueros que huyen de los mercados emergentes, sino una crisis de legitimidad que amenaza el régimen comercial del mundo entero.Como ha quedado patente en los disturbios que han rodeado la fracasada reunión de la Organización Mundial de Comercio en Seattle, existe una coalición de fuerzas obreras, ecologistas y defensoras de los derechos humanos dispuestas a sabotear la OMC, la institución que encarna el comercio internacional. Asimismo, la OMC tiene problemas en los países en vías de desarrollo, que se sienten ajenos a unas normas que, a su juicio, no les benefician. El abismo que separa a estos grupos de los objetivos que persiguen las autoridades estadounidenses y de la UE es cada vez mayor, y está desestabilizando la economía mundial.
\r\nTodas las partes coinciden en que la estabilidad de la economía internacional se basa en que exista un sistema de normas mundiales. Lo que es objeto de contestación es la naturaleza de esas normas. Los adversarios de la liberalización del comercio censuran el carácter secretista y \"no democrático\" de la OMC y la influencia de los intereses empresariales a la hora de establecer las reglas. Consideran que el sistema comercial favorece a la empresa por encima de los trabajadores, el medio ambiente y la seguridad de los consumidores. Los países en vías de desarrollo se quejan de las normas restrictivas que se aplican a sus exportaciones (ropa, productos agrarios, mano de obra) y tienen miedo de que las nuevas exigencias que se les hacen en materia laboral y de medio ambiente estén pensadas para minar su competitividad.
\r\nPara poder salir de esta crisis es necesario sentar unos principios claros a los que las normas comerciales deberían atenerse. He aquí cinco principios sobre los que todo el mundo debería estar de acuerdo y que nos permitirían avanzar.
\r\nEl comercio es un medio para un fin, no un fin en sí mismo. Los partidarios de la globalización hablan sin cesar sobre los ajustes que deben aplicar los países en sus políticas e instituciones con el fin de ampliar su comercio internacional y hacerse más atractivos para los inversores. Esa manera de pensar confunde el fin con el medio. El comercio puede servir de instrumento para alcanzar los objetivos que buscan las sociedades: prosperidad, estabilidad, libertad, mejor calidad de vida. Nada enfurece más a quienes critican la OMC que las sospechas de que, a la hora de la verdad, la organización permite que el comercio pase por encima del medio ambiente o los derechos humanos. Los países en vías de desarrollo deben resistirse a un sistema que evalúa sus necesidades en función de la expansión del comercio mundial, y no con el fin de paliar la pobreza.
\r\nEl hecho de invertir nuestras prioridades tendría una consecuencia fundamental. En lugar de preguntar qué tipo de sistema comercial multilateral saca el máximo partido al comercio exterior y las oportunidades de inversión, tendríamos que preguntar qué tipo de sistema multilateral da a las naciones más capacidad de defender sus propios valores y perseguir sus objetivos de desarrollo.
\r\nLas normas de comercio deben permitir la diversidad de reglas e instituciones nacionales. No existe una sola receta para el progreso económico. Cada país tiene sus preferencias sobre las normativas que deben regir las nuevas tecnologías (como los organismos genéticamente modificados), el grado de restricción de las normas ambientales, la intromisión de las políticas gubernamentales, el alcance de las redes de seguridad social o el equilibrio entre eficacia y equidad. Los países ricos y los pobres tienen diferentes necesidades en los ámbitos de las normas laborales o la protección de patentes. Además, los países pobres necesitan disponer de un margen para poder llevar a cabo sus políticas de desarrollo que en el caso de los países ricos no es preciso. Cuando los Estados utilizan el comercio para imponer sus preferencias institucionales por encima de otras, el resultado es que se erosiona la legitimidad del comercio. Las normas comerciales no deben buscar la armonización, sino una coexistencia pacífica entre distintas políticas nacionales.
\r\nLos países no democráticos no pueden disfrutar de los mismos privilegios que los democráticos. Las normas nacionales que se aparten de las de sus socios comerciales y, por consiguiente, ofrezcan ventajas en el comercio, sólo son legítimas en la medida en que se basen en decisiones libremente tomadas por los ciudadanos. Un ejemplo son las normas laborales y ambientales. Los países pobres argumentan que no pueden permitirse imponer unas normas tan restrictivas como los países desarrollados. La existencia de una normas muy duras sobre emisiones o contra la utilización de obra de mano infantil puede ser más perjudicial si su consecuencia es la reducción de los puestos de trabajo y el aumento de la pobreza.
\r\nUn país democrático como India puede afirmar, con legitimidad, que sus prácticas son coherentes con los deseos de su población. Pero los países no democráticos, como China, no superan esa prueba prima facie. En dichos países no se pueden olvidar las alegaciones de que los derechos laborales y el medio ambiente se pisotean en beneficio de unos pocos. Por consiguiente, las exportaciones de los Estados no democráticos merecen ser sometidas a un escrutinio más intenso por parte de la comunidad internacional, sobre todo cuando implican costosas alteraciones en otros países.
\r\nLas naciones tienen derecho a proteger sus condiciones e instituciones sociales. Los adversarios de la globalización afirman que el comercio pone en marcha una \"carrera a ver quién lo hace peor\", en las que los países coinciden en avanzar hacia los niveles más bajos de protección ambiental, laboral y del consumidor. Otros dicen, por el contrario, que no hay pruebas de que el comercio perjudique las normas nacionales. Una forma de salir del laberinto es aceptar que los países puedan mantener sus normas nacionales en estos campos, y negar el acceso al mercado en caso necesario, siempre que el comercio perjudique unas prácticas nacionales cuyo apoyo sea generalizado.
\r\nPor ejemplo: los Estados podrían buscar una protección temporal contra las importaciones procedentes de países en los que no hay demasiada firmeza a la hora de hacer respetar los derechos laborales y ambientales, si dichas importaciones empeoran las condiciones de trabajo en el país de destino. La OMC ya posee un sistema de salvaguardia para proteger a las empresas de las avalanchas de importación. Si se extendiera este principio para proteger las normas ambientales, laborales o de seguridad del consumidor, con las restricciones apropiadas contra las violaciones de esas normas, el sistema comercial mundial quizá sería más resistente ante el proteccionismo ad hoc.
\r\nNadie tiene derecho a imponer sus preferencias institucionales a otros. El uso de las restricciones comerciales para defender unos valores concretos es diferente a utilizarlas para imponer esos valores. Las normas comerciales no deben obligar a los norteamericanos a comer gambas capturadas de una forma que les parece inaceptable; pero tampoco deben permitir que Estados Unidos aplique sanciones comerciales para modificar los métodos de pesca de otras naciones. Los ciudadanos de los países ricos que se preocupan por el medio ambiente o los trabajadores en el mundo en vías de desarrollo pueden actuar con mucha más eficacia por cauces ajenos a la diplomacia comercial y la ayuda exterior. Las sanciones comerciales deben emplearse exclusivamente contra países no democráticos.
\r\nSe trata de unas pautas sencillas, fáciles de comunicar a los electorados confundidos por la complejidad de las normativas comerciales. Si se respetaran, el comercio tendría más legitimidad y la economía mundial tendría una base más sólida.
\r\nDani Rodrik es catedrático de economía política internacional en la John F. Kennedy School of Government de Harvard.
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\r\nMuchos creen que el detonante de esta parálisis ha sido la crisis financiera global de 2008, que trajo consigo un enorme aumento en el desempleo, la desigualdad y el conflicto social, sobre todo en Estados Unidos y Europa. Esto explica que voces antiliberales de izquierda a derecha, desde Tsipras hasta Trump, hayan obtenido un apoyo popular tan notable. Sin embargo, el rechazo a la globalización viene de antes. En la década posterior a la caída del muro de Berlín sus críticos eran pocos y dispersos, pero la batalla de Seattle de 1999, por su violencia e impacto mediático, puede interpretarse como la primera señal de que algo no estaba funcionando con la globalización.
\r\n\r\n¿Quién sabe? Quizás en el futuro los historiadores consideren Seattle como la primera gran batalla de la denominada (sobre todo en la prensa China) como la “gran rebelión contra la globalización”. Si eso ocurre sería llamativo porque en su día esa revuelta parecía inocua. Muchos medios de comunicación y comentaristas se sorprendieron por la intensidad de las protestas, pero en general la sensación en los días y años posteriores a Seattle siempre fue que los protestantes eran una minoría radical con poco apoyo popular. El hecho de que entre los protestantes contra los efectos negativos del libre comercio se encontraran muchos sindicatos, ONG y movimientos sociales (la gran mayoría de ellos pacíficos) se pasó por alto.
\r\nPues bien, casi 20 años después, esa sociedad civil crítica con la globalización que durante mucho tiempo se había considerado minoritaria se ha convertido en mayoritaria. La Ronda de Doha de la OMC no ha concluido, y no tiene muchas probabilidades de hacerlo. Los dos candidatos a la presidencia de EE UU, Donald Trump y Hilary Clinton, han mostrado su rechazo a los tratados de libre comercio, tanto el del Pacífico (TPP) como el del Atlántico (TTIP, por sus siglas en inglés), sabedores de que el apoyo al libre comercio les restaría votos. En Europa el libre mercado tiene incluso menos adeptos. Los partidos con líderes proteccionistas y nacionalistas tipo Marine Le Pen o proteccionistas y soberanistas como Podemos están en auge, y tanto el presidente francés, François Hollande, como el vicecanciller alemán, Sigmar Gabriel, han declarado que hay que suspender las negociaciones del TTIP.
\r\n\r\nQuien ve que sus hijos van a vivir peor que él es un potencial votante de partidos antisistema
\r\nIncluso en Reino Unido, bastión del liberalismo, gran parte de los que votaron a favor del Brexit lo hicieron porque están hartos de que la globalización (y el consecuente libre flujo de mercancías, servicios, capitales y personas) beneficie sobre todo a los de arriba y muy poco a los de abajo, contradiciendo lo que se les prometió durante años. Las estadísticas les dan la razón. Desde finales de los años setenta, tanto en Estados Unidos como en Europa, los salarios medios han crecido muy poco, y en consecuencia ha aumentado la desigualdad. La ciencia económica tiene pocos consensos (eso explica en parte el malestar que hay con las élites: la gente está cansada de escuchar a expertos economistas presentar soluciones contradictorias), pero uno de ellos es que el libre comercio es positivo para la sociedad en su conjunto. Eso sí, siempre hay ganadores y perdedores y los ganadores de esta globalización han sido las clases medias de China e India, mientras que los perdedores son los trabajadores de Estados Unidos y Europa.
\r\nEso hace que todo aquel que ve que sus hijos van a vivir peor que él, pese a estar mejor formados, sea un potencial votante de partidos antisistema. Con esta tendencia, si no gana estas elecciones Donald Trump las ganará otro populista igual o incluso peor en cuatro años. Y si eso pasa, la globalización, con todos sus beneficios, que son muchos, sí que va a dar marcha atrás. ¿Cómo se puede evitar esto? En principio, habría que redistribuir mejor la riqueza y compensar y empoderar mejor a los perdedores de la globalización. Algo ya se está avanzando en este sentido. Algunos se han dado cuenta que hay que salvar la globalización de los globalizadores. Que el Financial Times, bandera global del liberalismo, pida insistentemente políticas sociales redistributivas es significativo.
\r\nAun así, muchos autodenominados “verdaderos liberales” no están de acuerdo con más impuestos. Para ellos, la desigualdad no es un problema mientras el conjunto de la sociedad siga aumentando su nivel de vida. Además, creen que el Estado ya es demasiado grande e intervencionista. Señalan hacia Francia, donde el Estado gasta el 56% del PIB y a pesar de ello el Frente Nacional (FN) sigue en ascenso. La pregunta, sin embargo, es: ¿habría tanto nacionalismo y xenofobia en Francia si no hubiese tanto paro y desigualdad? Algunos dirán que sí. Finlandia tiene muy poca desigualdad y los Verdaderos Finlandeses son bastante xenófobos. Pero incluso en Finlandia se ha duplicado la desigualdad desde los años ochenta, así que la pregunta sigue siendo pertinente.
\r\n\r\n¿Habría tanto nacionalismo y xenofobia en Francia si no hubiese tanto paro y desigualdad?
\r\nLa historia demuestra que encontrar un equilibrio entre el mercado y el Estado no es fácil. Si se le da demasiado poder al Estado impera el proteccionismo y el autoritarismo, y si se le da demasiada cancha al mercado hay inestabilidad económica y contestación social. Los verdaderos liberales deberían meditar cuál es la mejor manera de preservar la globalización: ¿haciéndola más social con impuestos efectivos sobre las transnacionales o continuando con la desregulación y la bajada de impuestos? Si abogan por lo segundo quizás acaben alimentando lo que más detestan: la vuelta del Gran Leviatán. La ola del “hombre fuerte” autoritario que viene a proteger al pueblo se acerca con fuerza de Oriente a Occidente. Los líderes de la gran rebelión contra la globalización liberal ya no son los inocuos sindicalistas, ONG y estudiantes universitarios (por muy radicales que sean), sino los Abe, Xi, Putin, Erdogan, Orban, Kaczynski, Le Pen y los que puedan venir tras ellos.
\r\nMiguel Otero Iglesias es investigador principal para la Economía Política Internacional en el Real Instituto Elcano.
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