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Ponencia de Václav Havel en el Foro Económico Mundial de Davos (4 de febrero de 1992).
Título
Ponencia de Václav Havel en el Foro Económico Mundial de Davos (4 de febrero de 1992).
Autor
Václav Havel
Fecha
04/02/1992
Fuente
http://celaforum.nuevamayoria.com
Descripción
Václav Havel, uno de los principales protagonistas de la "Revolución de terciopelo" ofrece su perspectiva del impacto de la disolución de la URSS en la geopolítica global.
Creo que el fin del comunismo representa una gran advertencia para toda la humanidad moderna. Es una señal de que la era del juicio absoluto y soberbio va rondando su final y de que ha llegado el momento de sacar conclusiones de ello.
En el transcurso de largos años y décadas, el Occidente se definía sobre el trasfondo de la existencia del mundo comunista. Era este mundo el que -como rival y amenaza comunes- mantenía la homogeneidad política y de seguridad de Occidente ayudándole -contra su propia voluntad- a afianzar, cultivar y desarrollar todos sus principios y valores probados, como la sociedad civil, la democracia parlamentaria, la economía de mercado y la idea de los derechos humanos y de los ciudadanos. En oposición permanente con el mundo lúgubre, peligroso y expansionista del comunismo, Occidente confirmaba continuamente su papel de garante de la libertad, la verdad, la democracia, el afianzamiento de la colaboración y la prosperidad mutuas; dicho de otro modo, el mundo comunista era el instrumento de autoconfirmación de Occidente. Se trataba, sin embargo, de una autoconfirmación algo ambigua: encerraba en sí misma algo adormecedor, y, aunque fortalecía el desarrollo de muchas cosas positivas, al mismo tiempo arrojaba, sin querer, la política occidental en los brazos de ciertos estereotipos surgidos de la sensación de su propia infalibilidad. La falta de referencia temporal e histórica del totalitarismo contagiaron incluso a Occidente, que se acostumbró demasiado a la realidad de una división ideológica bipolar del poder del universo, al statu quo de la guerra fría, a la paz atómica, así como a la inalterabilidad de las cosas.
El llamado segundo mundo, tal como había sido conocido y aceptado por todos, explotó y se desmoronó por dentro en una explosión material salvaje a finales de los ochenta y principios de los noventa. Y, tras ella, ante el mundo atónito, apareció, de repente, un cráter del que emanaba lava. En dicha lava se mezcla una historia renacida, olvidada hace mucho tiempo, con miles de problemas económicos, sociales, étnicos, territoriales, culturales y políticos, cuya latente incubación bajo el aburrido totalitarismo era casi desconocida.
Supongo que esa explosión sorprendió tanto a Occidente como a Oriente y sumió a la política occidental, ya un poco conmocionada, en un estado de asombro mayor. Diariamente encontramos motivos que nos demuestran lo difícil que es adaptarse a ella prescindiendo de los hábitos anteriores. Sentimos que todo ha cambiado repentinamente, pero no sabemos bien qué hacer con ello. De vez en cuando, incluso oímos voces nostálgicas azorando los tiempos en los que el mundo era más comprensible. ¿Qué actitud se debe adoptar ante la avalancha de nacimientos de nuevos Estados que invalidan los acuerdos de Helsinki, Yalta y Versalles? ¿Cómo reaccionar ante los diversos conflictos regionales o su amenaza, la erupción de pasiones nacionalistas y el odio? ¿Cómo hacer frente a las imprevisibles transformaciones geopolíticas que todo ello provocará? Parece que Occidente no sólo se encuentra confuso, sino que a raíz de las conmociones orientales está empezando a alterarse y a perder la estructura que su seguridad anterior le confería. De pronto, incluso en Occidente renace una variopinta escala de intereses, rivalidades y ambiciones geopolíticas que hasta ahora habían permanecido dormidas. Surgen problemas en las actuales relaciones de asociación debido a la paulatina desaparición de la presión que las mantenía unidas, y se diferencian, polarizan y enfrentan intereses parciales que la historia parecía haber enterrado hace mucho tiempo. De vez en cuando surge, incluso, la tentación de utilizar el fin de esta división bipolar del mundo para propiciar nuevas particiones.
El fin del comunismo nos ha sorprendido a todos. Pero esto no es importante. Al contrario, es algo más o menos evidente, casi banal y, en cierta medida, hasta comprensible.
Yo preferiría, si ustedes me lo permiten, destacar aquí otro aspecto de esos acontecimientos, el más oculto, el más profundo, el de mayor alcance; el que hasta ahora, que yo sepa, no suele inspirar los artículos de fondo de la prensa mundial. El fin del comunismo representa para la humanidad, en primer lugar, una noticia que todavía no hemos conseguido descifrar ni comprender suficientemente.
El fracaso del comunismo debe interpretarse como el punto final de una gran época de la historia humana, no sólo de los siglos XIX y XX, es decir, de la actualidad, sino también de toda la era moderna. Y como era moderna debe considerarse el tiempo en el que dominaba la convicción de que era posible conocer en su totalidad el mundo y el ser mismo regidos por una serie de leyes generales que, una vez aprendidas, el hombre puede dirigir de forma racional en su propio beneficio. Esta edad moderna, con el Renacimiento como preludio, pasó desde la iluminación hasta el socialismo, desde el positivismo hasta el cientificismo, desde la revolución industrial hasta la informática. Todo ello bajo el influjo del conocimiento racional del que se desprendían conceptos tan soberbios como que el hombre es la cima de todo lo existente, capaz de describir, explicar y dominar todo objetivamente, capaz de hacerse dueño de la única verdad objetiva acerca del mundo. Fue esta una era de culto a la objetividad impersonal, de acumulación de conocimientos objetivos y de su explotación técnica, de confianza en un progreso automático, tal como lo transmite la forma científica del conocer. Fue una era de sistemas, instituciones, mecanismos, promedios estadísticos, de informaciones consideradas como algo transferible y no necesariamente garantizado por la existencia misma. Fue una era de ideologías, doctrinas, interpretaciones de la realidad; una era cuya meta final consistía en hallar una teoría universal del mundo y, con ello, la llave universal de su desarrollo.
El comunismo representaba un extremo monstruoso de esa esencial orientación moderna. Fue un intento de organizar toda la vida de acuerdo con unas pocas doctrinas presentadas como la verdad única y realmente científica. Siguiendo un único modelo, planeándola y dirigiéndola solamente desde un punto, sin tener en cuenta si ella lo deseaba o no.
Podemos entender la quiebra del comunismo como señal de que la actitud moderna, basada en el culto a la posibilidad de conocer el mundo objetivamente y generalizar completamente lo conocido, está definitivamente en crisis. Esa era dio mucho a la humanidad, creó la primera civilización técnica global o planetario, pero, al mismo tiempo, llegó hasta las mismas fronteras de sus posibilidades, detrás de las que comenzaba el abismo. El fin del comunismo representa una gran advertencia para toda la humanidad moderna. Es una señal de que la era del juicio absoluto y soberbio va rondando su final y de que ha llegado el momento de sacar conclusiones de ello.
El comunismo no ha sido derribado por la fuerza militar, sino por la vida, el espíritu humano, la conciencia, la resistencia del ser y del hombre a toda manipulación, la rebelión de la naturaleza multicolor, la historia articulado y la singularidad del hombre contra su encarcelamiento en el calabozo de una ideología uniformizante. Esa potente señal, esa elocuente misión llega a la humanidad en el último momento.
Todos sabemos que nuestra civilización está amenazada. Desde la explosión demográfica hasta el efecto invernadero; desde los agujeros en la capa de ozono hasta el SIDA; desde el peligro del terrorismo nuclear hasta el abismo que se agudiza dramáticamente entre el Norte, en continuo enriquecimiento, y el Sur, en incesante empobrecimiento; desde la amenaza de hambrunas hasta la destrucción de la biosfera y el agotamiento de las fuentes minerales del planeta; desde la expansión de la cultura de consumo a través de la televisión hasta la amenaza creciente de las guerras regionales. Todo ello en conjunto y miles de otras cosas más han conformado algo que podemos denominar «estado de amenaza permanente para el hombre».
Resulta una gran paradoja del momento actual que el hombre -como gran receptor de informaciones-, por un lado, sea consciente de todo ello, pero, por otro, sea totalmente incapaz de hacer frente a tal amenaza. Las ciencias tradicionales describen, con la frialdad que las caracteriza, distintas alternativas de nuestra destrucción, pero no pueden ofrecer una guía verdaderamente eficaz y realizable para evitarlas. Hay demasiadas incógnitas, es difícil orientarse, es imposible captar o comprender y, más aún, dominar y detener esos procedimientos. El hombre moderno se enorgullece de que, con su objetividad, logró liberar a un enorme genio, aparentemente obediente, encerrado antes en la botella; pero ahora comprueba, también objetivamente, que no puede volver a encerrarlo en ella.
No lo conseguimos porque no sabemos ver más allá de nosotros mismos y tratamos de afrontar los hechos como los habíamos desencadenado. Buscamos nuevas fórmulas científicas, nuevas ideologías, nuevos sistemas directivos, nuevas instituciones, nuevos mecanismos para poder eliminar las consecuencias fatales de nuestras fórmulas, ideologías, sistemas directivos, instituciones y mecanismos anteriores como si se tratara de desperfectos técnicos que se pueden reparar de nuevo sólo por medios técnicos. Estamos buscando una salida objetivista al objetivismo.
Todo parece indicar que no es este el camino que debemos seguir. Es imposible -en el marco de las relaciones que conducen a una realidad basada en posturas tradicionales de la era moderna- inventar un sistema que elimine las consecuencias nefastas de los sistemas anteriores. No es posible descubrir una ley o teoría cuya aplicación técnica acabe con las consecuencias nefastas de la aplicación mecánica de leyes y teorías anteriores.
Hace falta algo más. Es preciso cambiar, de un modo radical, la actitud del hombre ante el mundo. Debemos renunciar a nuestra jactancioso idea de que el mundo es sólo un rompecabezas que resolver, una máquina para la cual basta encontrar instrucciones de manejo, un conjunto de informaciones que introducir en un procesador esperando que, tarde o temprano, salga de él una solución universal.
Estoy profundamente convencido de que es necesario que nos liberemos de la esfera de nuestras pequeñas peculiaridades privadas y rehabilitemos fuerzas como la experiencia natural del mundo -única e irrepetible-, el sentido elemental de justicia, la compenetración, la responsabilidad trascendental, la sabiduría arquetípica, el buen gusto, el valor, la compasión y la fe en la importancia de acciones concretas que no aspiran a convertirse en clave universal, es decir, objetiva o incluso técnica, para la salvación. Es preciso conceder una nueva oportunidad a las cosas para que se manifiesten tal como son, sentir su carácter único, percibir la pluralidad del universo dejando de atarla constantemente con la búsqueda de denominadores comunes y la reducción de todo a una ecuación conjunta. Hay que entender más que explicar. El camino viable no consiste en la mera construcción de soluciones sistemáticas universales, impuestas a la realidad desde fuera, sino también en una penetración individual en sus entrañas. Tal actitud fomenta una atmósfera de solidaridad tolerante y de unión en la diversidad basada en el respeto recíproco, en una pluralidad y paralelismo auténticos. Es decir, hace falta rehabilitar la singularidad humana, el acto humano y el alma humana.
También el mundo tiene algo parecido a un alma. Pero no se trata de un mero conjunto de informaciones objetivas, tomadas desde fuera, que podamos recoger automáticamente. No obstante, esto no significa tampoco que carezcamos de acceso a ella. El alma humana es, en sentido figurado, de la misma materia que el alma del mundo.
El hombre no es sólo observador del mundo, su espectador o analizador o, eventualmente, su director encargado. El hombre forma parte del mundo y su alma de la del mundo. Somos únicamente un elemento particular de la existencia, un átomo vivo o más bien una célula suya que, siempre que esté suficientemente abierta a sí misma y a su propio secreto, será capaz de experimentar y sentir el secreto, la voluntad, el dolor y la esperanza del mundo.
Creo que el mundo de hoy -como un mundo que vive la crisis de lo general, objetivo y universal- constituye a la vez un gran llamamiento a la política actual, que sigue pareciéndome, en su esencia, demasiado sujeta a una actitud tecnocráticamente eficiente en cuanto a la existencia misma, y, por tanto, también al poder político. Las ideas y los actos auténticamente originales, únicos y, por ello, peligrosos, tras pasar por el cedazo de análisis y pronósticos objetivos, pierden a menudo su ethos humano y de hecho también su alma. Muchos de los mecanismos democráticos tradicionales creados, desarrollados y, al mismo tiempo, conservados por los tiempos modernos, han sido vinculados a la era del culto a la objetividad y a la estadística, en tal medida que son capaces de anular la singularidad del hombre. Incluso en los discursos políticos se observa que las frases hechas rompen el tono personal; y si éste aparece, es más bien producto de cálculos de expertos que emanación de una personalización auténtica.
Tengo la impresión de que, tarde o temprano, la política encontrará su nuevo rostro posmodernista. El político debe volver a ser un hombre que confíe no sólo en una imagen científica y en un análisis especializado del mundo, sino también en el mundo como tal; no sólo en estadísticas sociológicas, sino también en la gente; no sólo en una interpretación objetiva de la realidad, sino también en su alma; no sólo en una ideología adoptada, sino también en sus propias ideas; no sólo en la información externa, sino también en sus sentimientos. El alma, la espiritualidad personal, una visión individual de las cosas y no mediatizada por nada, el valor de ser como se es y de seguir el propio camino, sugerido por la conciencia; la humildad ante el misterioso orden del ser, la fe en su orientación natural y, sobre todo, la fe en nuestra subjetividad como conexión principal con la subjetividad del mundo son, a mi juicio, las facultades que deben cultivar los políticos del porvenir.
Al ver la política, digamos, desde dentro, me he afianzado en la certeza de que el mundo actual de transformaciones dramáticas y de riesgos de destrucción global representa un gran reto al que la política debe prestar atención. No se trata sólo de inventar nuevos y mejores métodos para administrar la sociedad, la economía y el mundo en general. Se trata de cambiar totalmente su comportamiento. Y ¿quiénes, sino los políticos, deberían empezar?
Solamente de su actitud diferente ante el mundo, ante sí mismos y ante su responsabilidad pueden surgir cambios realmente eficaces tanto en el sistema como en las instituciones. Seguramente todos ustedes saben lo que significa «efecto mariposa». Se trata del convencimiento de que en el mundo todo está entrelazado misteriosa y complejamente, de tal forma que el más mínimo movimiento de las alas de una mariposa, aparentemente insignificante, en cualquier punto del planeta, puede causar un tifón en otro, a miles de kilómetros de distancia. Pues en la política este efecto tiene mucha repercusión. No se puede creer que nuestras actuaciones diarias, realmente únicas, aunque microscópicas, carecen de sentido porque son incapaces de solucionar los enormes problemas del mundo actual.
Esta seguridad, nihilista a priori, es una manifestación clara de aquella razón soberbia moderna que cree haber comprendido cómo funciona el mundo.
Pero ¿qué sabemos nosotros sobre ello?
¿Cómo podemos saber si una conversación accidental de dos banqueros con el príncipe de Gales esta noche, en la cena en Davos, no se convertirá en la semilla de una magnífica flor que hará que el mundo entero se asombre?
En una civilización global pueden desesperarse solamente los que buscan una artimaña técnica para su salvación global. Los que confían modestamente en el poder enigmático de la propia existencia humana, obtenido a través del contacto con la potencia misteriosa de la existencia universal, no tienen ningún motivo para hacerlo.
En el transcurso de largos años y décadas, el Occidente se definía sobre el trasfondo de la existencia del mundo comunista. Era este mundo el que -como rival y amenaza comunes- mantenía la homogeneidad política y de seguridad de Occidente ayudándole -contra su propia voluntad- a afianzar, cultivar y desarrollar todos sus principios y valores probados, como la sociedad civil, la democracia parlamentaria, la economía de mercado y la idea de los derechos humanos y de los ciudadanos. En oposición permanente con el mundo lúgubre, peligroso y expansionista del comunismo, Occidente confirmaba continuamente su papel de garante de la libertad, la verdad, la democracia, el afianzamiento de la colaboración y la prosperidad mutuas; dicho de otro modo, el mundo comunista era el instrumento de autoconfirmación de Occidente. Se trataba, sin embargo, de una autoconfirmación algo ambigua: encerraba en sí misma algo adormecedor, y, aunque fortalecía el desarrollo de muchas cosas positivas, al mismo tiempo arrojaba, sin querer, la política occidental en los brazos de ciertos estereotipos surgidos de la sensación de su propia infalibilidad. La falta de referencia temporal e histórica del totalitarismo contagiaron incluso a Occidente, que se acostumbró demasiado a la realidad de una división ideológica bipolar del poder del universo, al statu quo de la guerra fría, a la paz atómica, así como a la inalterabilidad de las cosas.
El llamado segundo mundo, tal como había sido conocido y aceptado por todos, explotó y se desmoronó por dentro en una explosión material salvaje a finales de los ochenta y principios de los noventa. Y, tras ella, ante el mundo atónito, apareció, de repente, un cráter del que emanaba lava. En dicha lava se mezcla una historia renacida, olvidada hace mucho tiempo, con miles de problemas económicos, sociales, étnicos, territoriales, culturales y políticos, cuya latente incubación bajo el aburrido totalitarismo era casi desconocida.
Supongo que esa explosión sorprendió tanto a Occidente como a Oriente y sumió a la política occidental, ya un poco conmocionada, en un estado de asombro mayor. Diariamente encontramos motivos que nos demuestran lo difícil que es adaptarse a ella prescindiendo de los hábitos anteriores. Sentimos que todo ha cambiado repentinamente, pero no sabemos bien qué hacer con ello. De vez en cuando, incluso oímos voces nostálgicas azorando los tiempos en los que el mundo era más comprensible. ¿Qué actitud se debe adoptar ante la avalancha de nacimientos de nuevos Estados que invalidan los acuerdos de Helsinki, Yalta y Versalles? ¿Cómo reaccionar ante los diversos conflictos regionales o su amenaza, la erupción de pasiones nacionalistas y el odio? ¿Cómo hacer frente a las imprevisibles transformaciones geopolíticas que todo ello provocará? Parece que Occidente no sólo se encuentra confuso, sino que a raíz de las conmociones orientales está empezando a alterarse y a perder la estructura que su seguridad anterior le confería. De pronto, incluso en Occidente renace una variopinta escala de intereses, rivalidades y ambiciones geopolíticas que hasta ahora habían permanecido dormidas. Surgen problemas en las actuales relaciones de asociación debido a la paulatina desaparición de la presión que las mantenía unidas, y se diferencian, polarizan y enfrentan intereses parciales que la historia parecía haber enterrado hace mucho tiempo. De vez en cuando surge, incluso, la tentación de utilizar el fin de esta división bipolar del mundo para propiciar nuevas particiones.
El fin del comunismo nos ha sorprendido a todos. Pero esto no es importante. Al contrario, es algo más o menos evidente, casi banal y, en cierta medida, hasta comprensible.
Yo preferiría, si ustedes me lo permiten, destacar aquí otro aspecto de esos acontecimientos, el más oculto, el más profundo, el de mayor alcance; el que hasta ahora, que yo sepa, no suele inspirar los artículos de fondo de la prensa mundial. El fin del comunismo representa para la humanidad, en primer lugar, una noticia que todavía no hemos conseguido descifrar ni comprender suficientemente.
El fracaso del comunismo debe interpretarse como el punto final de una gran época de la historia humana, no sólo de los siglos XIX y XX, es decir, de la actualidad, sino también de toda la era moderna. Y como era moderna debe considerarse el tiempo en el que dominaba la convicción de que era posible conocer en su totalidad el mundo y el ser mismo regidos por una serie de leyes generales que, una vez aprendidas, el hombre puede dirigir de forma racional en su propio beneficio. Esta edad moderna, con el Renacimiento como preludio, pasó desde la iluminación hasta el socialismo, desde el positivismo hasta el cientificismo, desde la revolución industrial hasta la informática. Todo ello bajo el influjo del conocimiento racional del que se desprendían conceptos tan soberbios como que el hombre es la cima de todo lo existente, capaz de describir, explicar y dominar todo objetivamente, capaz de hacerse dueño de la única verdad objetiva acerca del mundo. Fue esta una era de culto a la objetividad impersonal, de acumulación de conocimientos objetivos y de su explotación técnica, de confianza en un progreso automático, tal como lo transmite la forma científica del conocer. Fue una era de sistemas, instituciones, mecanismos, promedios estadísticos, de informaciones consideradas como algo transferible y no necesariamente garantizado por la existencia misma. Fue una era de ideologías, doctrinas, interpretaciones de la realidad; una era cuya meta final consistía en hallar una teoría universal del mundo y, con ello, la llave universal de su desarrollo.
El comunismo representaba un extremo monstruoso de esa esencial orientación moderna. Fue un intento de organizar toda la vida de acuerdo con unas pocas doctrinas presentadas como la verdad única y realmente científica. Siguiendo un único modelo, planeándola y dirigiéndola solamente desde un punto, sin tener en cuenta si ella lo deseaba o no.
Podemos entender la quiebra del comunismo como señal de que la actitud moderna, basada en el culto a la posibilidad de conocer el mundo objetivamente y generalizar completamente lo conocido, está definitivamente en crisis. Esa era dio mucho a la humanidad, creó la primera civilización técnica global o planetario, pero, al mismo tiempo, llegó hasta las mismas fronteras de sus posibilidades, detrás de las que comenzaba el abismo. El fin del comunismo representa una gran advertencia para toda la humanidad moderna. Es una señal de que la era del juicio absoluto y soberbio va rondando su final y de que ha llegado el momento de sacar conclusiones de ello.
El comunismo no ha sido derribado por la fuerza militar, sino por la vida, el espíritu humano, la conciencia, la resistencia del ser y del hombre a toda manipulación, la rebelión de la naturaleza multicolor, la historia articulado y la singularidad del hombre contra su encarcelamiento en el calabozo de una ideología uniformizante. Esa potente señal, esa elocuente misión llega a la humanidad en el último momento.
Todos sabemos que nuestra civilización está amenazada. Desde la explosión demográfica hasta el efecto invernadero; desde los agujeros en la capa de ozono hasta el SIDA; desde el peligro del terrorismo nuclear hasta el abismo que se agudiza dramáticamente entre el Norte, en continuo enriquecimiento, y el Sur, en incesante empobrecimiento; desde la amenaza de hambrunas hasta la destrucción de la biosfera y el agotamiento de las fuentes minerales del planeta; desde la expansión de la cultura de consumo a través de la televisión hasta la amenaza creciente de las guerras regionales. Todo ello en conjunto y miles de otras cosas más han conformado algo que podemos denominar «estado de amenaza permanente para el hombre».
Resulta una gran paradoja del momento actual que el hombre -como gran receptor de informaciones-, por un lado, sea consciente de todo ello, pero, por otro, sea totalmente incapaz de hacer frente a tal amenaza. Las ciencias tradicionales describen, con la frialdad que las caracteriza, distintas alternativas de nuestra destrucción, pero no pueden ofrecer una guía verdaderamente eficaz y realizable para evitarlas. Hay demasiadas incógnitas, es difícil orientarse, es imposible captar o comprender y, más aún, dominar y detener esos procedimientos. El hombre moderno se enorgullece de que, con su objetividad, logró liberar a un enorme genio, aparentemente obediente, encerrado antes en la botella; pero ahora comprueba, también objetivamente, que no puede volver a encerrarlo en ella.
No lo conseguimos porque no sabemos ver más allá de nosotros mismos y tratamos de afrontar los hechos como los habíamos desencadenado. Buscamos nuevas fórmulas científicas, nuevas ideologías, nuevos sistemas directivos, nuevas instituciones, nuevos mecanismos para poder eliminar las consecuencias fatales de nuestras fórmulas, ideologías, sistemas directivos, instituciones y mecanismos anteriores como si se tratara de desperfectos técnicos que se pueden reparar de nuevo sólo por medios técnicos. Estamos buscando una salida objetivista al objetivismo.
Todo parece indicar que no es este el camino que debemos seguir. Es imposible -en el marco de las relaciones que conducen a una realidad basada en posturas tradicionales de la era moderna- inventar un sistema que elimine las consecuencias nefastas de los sistemas anteriores. No es posible descubrir una ley o teoría cuya aplicación técnica acabe con las consecuencias nefastas de la aplicación mecánica de leyes y teorías anteriores.
Hace falta algo más. Es preciso cambiar, de un modo radical, la actitud del hombre ante el mundo. Debemos renunciar a nuestra jactancioso idea de que el mundo es sólo un rompecabezas que resolver, una máquina para la cual basta encontrar instrucciones de manejo, un conjunto de informaciones que introducir en un procesador esperando que, tarde o temprano, salga de él una solución universal.
Estoy profundamente convencido de que es necesario que nos liberemos de la esfera de nuestras pequeñas peculiaridades privadas y rehabilitemos fuerzas como la experiencia natural del mundo -única e irrepetible-, el sentido elemental de justicia, la compenetración, la responsabilidad trascendental, la sabiduría arquetípica, el buen gusto, el valor, la compasión y la fe en la importancia de acciones concretas que no aspiran a convertirse en clave universal, es decir, objetiva o incluso técnica, para la salvación. Es preciso conceder una nueva oportunidad a las cosas para que se manifiesten tal como son, sentir su carácter único, percibir la pluralidad del universo dejando de atarla constantemente con la búsqueda de denominadores comunes y la reducción de todo a una ecuación conjunta. Hay que entender más que explicar. El camino viable no consiste en la mera construcción de soluciones sistemáticas universales, impuestas a la realidad desde fuera, sino también en una penetración individual en sus entrañas. Tal actitud fomenta una atmósfera de solidaridad tolerante y de unión en la diversidad basada en el respeto recíproco, en una pluralidad y paralelismo auténticos. Es decir, hace falta rehabilitar la singularidad humana, el acto humano y el alma humana.
También el mundo tiene algo parecido a un alma. Pero no se trata de un mero conjunto de informaciones objetivas, tomadas desde fuera, que podamos recoger automáticamente. No obstante, esto no significa tampoco que carezcamos de acceso a ella. El alma humana es, en sentido figurado, de la misma materia que el alma del mundo.
El hombre no es sólo observador del mundo, su espectador o analizador o, eventualmente, su director encargado. El hombre forma parte del mundo y su alma de la del mundo. Somos únicamente un elemento particular de la existencia, un átomo vivo o más bien una célula suya que, siempre que esté suficientemente abierta a sí misma y a su propio secreto, será capaz de experimentar y sentir el secreto, la voluntad, el dolor y la esperanza del mundo.
Creo que el mundo de hoy -como un mundo que vive la crisis de lo general, objetivo y universal- constituye a la vez un gran llamamiento a la política actual, que sigue pareciéndome, en su esencia, demasiado sujeta a una actitud tecnocráticamente eficiente en cuanto a la existencia misma, y, por tanto, también al poder político. Las ideas y los actos auténticamente originales, únicos y, por ello, peligrosos, tras pasar por el cedazo de análisis y pronósticos objetivos, pierden a menudo su ethos humano y de hecho también su alma. Muchos de los mecanismos democráticos tradicionales creados, desarrollados y, al mismo tiempo, conservados por los tiempos modernos, han sido vinculados a la era del culto a la objetividad y a la estadística, en tal medida que son capaces de anular la singularidad del hombre. Incluso en los discursos políticos se observa que las frases hechas rompen el tono personal; y si éste aparece, es más bien producto de cálculos de expertos que emanación de una personalización auténtica.
Tengo la impresión de que, tarde o temprano, la política encontrará su nuevo rostro posmodernista. El político debe volver a ser un hombre que confíe no sólo en una imagen científica y en un análisis especializado del mundo, sino también en el mundo como tal; no sólo en estadísticas sociológicas, sino también en la gente; no sólo en una interpretación objetiva de la realidad, sino también en su alma; no sólo en una ideología adoptada, sino también en sus propias ideas; no sólo en la información externa, sino también en sus sentimientos. El alma, la espiritualidad personal, una visión individual de las cosas y no mediatizada por nada, el valor de ser como se es y de seguir el propio camino, sugerido por la conciencia; la humildad ante el misterioso orden del ser, la fe en su orientación natural y, sobre todo, la fe en nuestra subjetividad como conexión principal con la subjetividad del mundo son, a mi juicio, las facultades que deben cultivar los políticos del porvenir.
Al ver la política, digamos, desde dentro, me he afianzado en la certeza de que el mundo actual de transformaciones dramáticas y de riesgos de destrucción global representa un gran reto al que la política debe prestar atención. No se trata sólo de inventar nuevos y mejores métodos para administrar la sociedad, la economía y el mundo en general. Se trata de cambiar totalmente su comportamiento. Y ¿quiénes, sino los políticos, deberían empezar?
Solamente de su actitud diferente ante el mundo, ante sí mismos y ante su responsabilidad pueden surgir cambios realmente eficaces tanto en el sistema como en las instituciones. Seguramente todos ustedes saben lo que significa «efecto mariposa». Se trata del convencimiento de que en el mundo todo está entrelazado misteriosa y complejamente, de tal forma que el más mínimo movimiento de las alas de una mariposa, aparentemente insignificante, en cualquier punto del planeta, puede causar un tifón en otro, a miles de kilómetros de distancia. Pues en la política este efecto tiene mucha repercusión. No se puede creer que nuestras actuaciones diarias, realmente únicas, aunque microscópicas, carecen de sentido porque son incapaces de solucionar los enormes problemas del mundo actual.
Esta seguridad, nihilista a priori, es una manifestación clara de aquella razón soberbia moderna que cree haber comprendido cómo funciona el mundo.
Pero ¿qué sabemos nosotros sobre ello?
¿Cómo podemos saber si una conversación accidental de dos banqueros con el príncipe de Gales esta noche, en la cena en Davos, no se convertirá en la semilla de una magnífica flor que hará que el mundo entero se asombre?
En una civilización global pueden desesperarse solamente los que buscan una artimaña técnica para su salvación global. Los que confían modestamente en el poder enigmático de la propia existencia humana, obtenido a través del contacto con la potencia misteriosa de la existencia universal, no tienen ningún motivo para hacerlo.
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Citación
Václav Havel, “Ponencia de Václav Havel en el Foro Económico Mundial de Davos (4 de febrero de 1992). ,” Repositorio HISREDUC, consulta 23 de diciembre de 2024, https://repositorio.historiarecienteenlaeducacion.com/items/show/4561.